viernes, 14 de noviembre de 2014
CRISTO REY UNIVERSAL
Queridos hermanos: Celebramos hoy la fiesta de Cristo Rey Universal, que cierra el año litúrgico. La primera lectura nos presenta al rey David como figura que anuncia el Mesías. Cristo, nuevo David, realizará en su persona la unidad perfecta del Reino de Dios. En la segunda lectura, san Pablo nos dice que este Mesías prefigurado en David, formaba el centro más importante del proyecto del Creador. “Todo fue creado por él y para él”. Con esto afirma el Apóstol la supremacía de Cristo en el orden de la creación, por encima de toda criatura, ya que él mismo es el autor y el fin de la obra creadora. También nos dice que Dios “nos ha sacado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido el perdón de los pecados”. Este Hijo es además “el primogénito de entre los muertos”, por lo cual tiene también la primacía en el orden de la redención, pues no hay Reino de Cristo ni entrada en dicho Reino independientemente de su muerte y resurrección.
En el evangelio, san Lucas nos presenta a Cristo como verdadero rey de los judíos, según rezaba la inscripción que Pilato había mandado poner en la cruz. Pero Cristo no es rey en el sentido temporal de esta palabra, sino que es rey porque triunfa del pecado y de la muerte en el momento supremo del abandono y de la entrega. Por eso hay que entender correctamente el título de rey que se da a Cristo, pues él no es rey como lo son los reyes de la tierra, que tienen la realeza por herencia (prescindiendo de sus cualidades y méritos personales), y que gobiernan sobre un territorio bien preciso, sobre un determinado número de súbditos y durante un tiempo limitado, aunque sea durante toda su vida. Cristo es ciertamente rey, pero no por herencia, sino desde siempre y por siempre, en virtud de su papel en la creación y en la redención del mundo. Lo dice muy bien el salmo 44: “Eres rey desde el día de tu nacimiento”. Y su Reino no se circunscribe a una determinada nación, sino a todas, ya que es rey universal, pues así lo afirma el salmo 22: “Tendrá las naciones por herencia y su posesión llegará al extremo de la tierra”. Ni es rey por un tiempo limitado, sino para siempre. Así lo dice el ángel Gabriel a María: “El Señor Dios le dará el trono de David su padre y su Reino no tendrá fin”. Por tanto, su Reino es eterno; si esto es así, hay que concluir que no es terrenal. Efectivamente, Cristo mismo al ser interrogado por Pilato, confiesa que es rey, pero para que no haya equívocos sobre la naturaleza de su Reino, añade: “Mi Reino no es de este mundo”.
Los cristianos queremos sin duda pertenecer al Reino de Dios, pero si este Reino no es de este mundo, ¿quiere decirse que podemos desentendernos de la construcción del mundo en que vivimos?¿Podemos inhibirnos de las tareas humanas o limitarnos a sobrenaturalizar la realización de las mismas, pensando que lo importante no es la obra en sí sino la intención con que está realizada? No por cierto. Lo ha recordado solemnemente el Vaticano II en la constitución Gaudium et Spes, n.36, donde dice: “Todos hemos de contribuir eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio de Dios Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad de todos los hombres sin excepción, para que conduzcan al progreso universal, por el camino de la libertad humana y cristiana”.
Según el Concilio pues, todos hemos de contribuir eficazmente a la construcción del mundo en que vivimos. Pero ¿qué sentido tiene la actividad humana? “La actividad humana, individual y colectiva, realizada por los hombres para lograr mejores condiciones de vida, considerada en sí misma, responde a la voluntad de Dios creador, que sometió la tierra al hombre y le mandó gobernar el mundo con justicia y santidad”. Por tanto lejos de oponerse a Dios, la Conquista del hombre es el cumplimiento del plan de Dios sobre el mundo. Así lo ha dicho el mismo Concilio Vaticano II en la referida constitución, n.34: “Los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia”.
Por eso, el mensaje cristiano no nos lleva a despreocuparnos del bien ajeno, sino todo lo contrario, nos impone el deber de colaborar en el bien común y temporal, pues con el trabajo el hombre se perfecciona a sí mismo, aprende, eleva sus condiciones de vida, desarrolla sus facultades, se supera y se trasciende. Esta superación que lleva a la plenitud humana, (rectamente entendida), es más importante que las riquezas que se puedan alcanzar con el mismo trabajo.
El gran consuelo que tenemos los cristianos -no así los marxistas para los cuales su única razón de ser es la transformación del mundo sin ninguna proyección a la trascendencia- es la seguridad de que “todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el Reino eterno y universal, Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz”.
Este Reino de Cristo, que no es de dominación sino de amor (como él mismo nos lo demostró con su muerte y resurrección) ya está misteriosamente presente en nuestro mundo, pero su consumación se hará cuando venga el Señor, al fin de los tiempos.
Trabajar pues para mejorar las condiciones de vida, es ayudar a la implantación del Reino de Dios, es accelerar su venida, como lo pedimos en el padrenuestro: “Venga a nosotros tú Reino”. Pero debemos ser cautos en la valoración del progreso temporal y crecimiento del Reino de Dios, ya que muchas veces el progreso dificulta y por ello retarda la implantación del Reino de Dios. Vamos a poner un ejemplo. Todos habréis oído hablar de la nueva bomba de neutrones. Objetivamente no hay duda de que su logro es un progreso, porque supone un perfeccionamiento de la técnica, y su eficacia mortífera rebasa las más altas cotas de refinamiento y sofisticación. Pero ciertamente este avance de la técnica no supone precisamente un avance del Reino de Dios, sino todo lo contrario, porque no favorece ni sirve para difundir el amor, la justicia y la paz, sino la guerra o en todo caso el miedo. Po tanto, el progreso sin más no siempre es positivo, (desde el punto de vista de los designios de Dios y del avance de su Reino), cuya señal visible de avance es siempre la difusión e incremento de la justicia y de la caridad fraterna, a nivel individual y colectivo, y el que se conozcan cada vez más las insondables riquezas de Cristo. Desde este punto de vista, la ciencia y la técnica pueden contribuir al advenimiento del Reino de Dios, por eso los cristianos debemos ayudar a sanear las estructuras y los ambientes que invitan al pecado —que es el mayor impedimento para la llegada del Reino de Dios-, o estorban la práctica de las virtudes. Con esto impregnaremos de valor moral la cultura y las realizaciones humanas y así prepararemos mejor el campo para la siembra de la palabra de Dios.
Ni debemos caer en la tentación de querer usar de la fuerza para implantar el Reino de Dios, pues como decía san Agustín: ”No es por su poder sino por su justicia que Dios vencerá al maligno, para que los hombres busquemos también vencer el mal por la justicia y no por el poder”. Pues su Reino no se defiende con la violencia, antes bien se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo levantado en la cruz, atrae a los hombres hacia sí.
Que Cristo rey universal, nos conceda, pues, trabajar por el Reino de Dios y formar parte de él para siempre.
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