lunes, 8 de diciembre de 2014
El NOMBRE DE JESÚS.
El nombre de Jesús traduce la afirmación cristiana fundamental, la continuidad entre el personaje aparecido en la carne y el ser divino confesado por la fe: “A este Jesús, a quien vosotros habéis crucificado, Dios lo ha hecho Señor y Mesías” (He 2,36). “Este que ha sido sustraído, este mismo Jesús vendrá... de la misma manera” (He 1,11). La revelación que convirtió a Saulo en el camino de Damasco es del mismo tipo: “Yo soy Jesús, al que tú persigues” (He 9,5;22,8;26,15), hace descubrir a Pablo, no sólo que la presencia del Señor es inseparable en los suyos, sino que le hace reconocer la identidad entre el ser celestial que se le impone con su omnipotencia y el blasfemo galileo al que él perseguía con todo su odio.
A Cristo se le llama Jesús de Nazaret. Veamos lo que pone su ficha de identidad. Nacido de una mujer (Gal 4,4), en tiempo de Quirino, gobernador de Siria (Lc 2,2), en el seno de una familia humana, en la de “José, hijo de David" (Lc 1,27), establecida “en una ciudad de Galilea, llamada Nazaret” (Lc 1,26); ascendiente por línea paterna, de la estirpe de David. Como de 30 años. Pasó haciendo el bien. Murió crucificado. Resucitó al tercer día.
No se le llama, como era costumbre, con el calificativo de "hijo de José", como a Pedro, que se le llama "Simón hijo de Juan", sino por el lugar de origen: Jesús de Nazaret, o sencillamente Jesús, aunque en muchos lugares de los evangelios se le llama “Rabí” (Mc 4,38; 5, 35.10,17) y después de la resurrección: “Señor” Cristo, Salvador, Hijo de Dios, Siervo de Dios, Cristo Jesús, Señor Jesús. Pero el nombre de Jesús ha venido a ser “el nombre sobre todo nombre”, ante el cual se dobla toda rodilla, en el cielo, en la tierra y en el abismo (Fl 2,9ss). El es la única salvación de la humanidad, la única riqueza y el único poder de que dispone la Iglesia. Toda la misión de la Iglesia está en “hablar en nombre de Jesús” (He 5,40). Así Pablo en Damasco “predica a Jesús” (He 9,20); en el ágora de Atenas “anuncia a Jesús y la resurrección” (He 17,18) y en Corinto a “Jesucristo crucificado”(lCo 2,2). Toda la existencia cristiana consiste en “consagrar la vida al nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (He 15,26) y el gozo supremo consiste en “ser juzgado digno de sufrir ultrajes” (5,4l) y en “morir por el nombre del Señor Jesús” (He 21,13).
Hay que partir del hecho de que Jesús es hombre de una época y de un país determinado. Como hombre, Jesús es miembro del pueblo de Israel, descendiente de David. Por mucho empeño que tuvieran los apóstoles en proclamar que Jesús es más que hombre, se guardaron muy bien de olvidar la humanidad del Salvador. Sus relatos nos lo muestran sufriendo hambre y sed, movido a compasión, extrañado, airado, asustado, tentado, entristecido, lleno de gozo, preguntando lo que ignora, experimentando el fracaso y el dolor y la muerte, igual que un hombre ordinario. Su enseñanza y sus parábolas nos le presentan como muy accesible a las humildes realidades de la vida humana. No tiene nada de iluminado ni de extático; su piedad, aunque sobrepujándola, es la de los santos más eminentes del Antiguo Testamento, de los profetas y de los salmistas, cuyo lenguaje le gusta emplear. Su mentalidad religiosa concuerda en muchos aspectos con la de los grandes profetas de la antigua alianza, ya que como ellos, y más que ellos, tiene la pasión de la gloria de Dios, el horror al formalismo religioso, el desprecio de las grandezas humanas y de la riqueza, el amor a los pequeños y humildes, la ausencia total de diplomacia, la palabra directa e incisiva, la valentía en el lenguaje y la energía que emplea en la salvación de las almas.
Por eso los evangelistas nos lo presentan como el nuevo Moisés (Mt 20,20), el nuevo Elías (Lc 4,25-27), etc. No se puede hablar de Jesús hombre sin recurrir a los relatos de la infancia de Jesús que nos dejaron los evangelistas Mateo y Lucas. En estos relatos se transmite un mensaje. Mateo demuestra que Jesús es el Mesías anunciado por los profetas. Lucas nos muestra el alcance teológico de los acontecimientos, centrándolos en la figura de María.
La primera predicación cristiana apenas parece haberse interesado por el nacimiento e infancia de Jesús. Sólo cuando ya los fieles estaban convencidos de que Jesús era el Hijo de Dios, fue cuando empezaron a interesarse por la manera con que entró en este mundo. Tanto Mateo como Lucas hacen reposar su mensaje en la concepción virginal de Jesús. Todo ello mira a sugerir que Jesús es mucho más que un hombre, porque no sólo es el Mesías prometido, sino el propio Hijo de Dios.
Jesús evitó presentarse como el Mesías, por el peligro que esta palabra tenía para excitar en el pueblo esperanzas terrenas y nacionalistas, que no quería satisfacer. Casi siempre ordena que no digan que él es el Mesías; por esta razón, no quiso pasar por el Mesías político esperado por la muchedumbre, pero se manifestó como el Salvador prometido por Dios. Se llamó a sí mismo el Hijo del Hombre, del Profeta Daniel, el siervo de Jahvé, de Isaías.
Jesús es hombre y es Dios, es el Hijo de Dios, el Salvador, que muriendo nos dio nueva vida y resucitando nos abrió el camino de la salvación. La figura de Jesús es inagotable, porque es Dios, y porque se le puede ver y considerar desde muy distintos puntos de vista. Su figura es tan rica que no se la puede abarcar. Para el cristiano, Jesús lo es todo: el camino, la verdad, la vida, el modelo, el hermano, el amigo, el esposo, etc.
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